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Rubén Darío en Mallorca

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El poeta nicaragüense Rubén Darío llegó a Mallorca en noviembre de 1906, acompañado de Francisca Sánchez, su inseparable compañera, y de una hermana de esta. Le gustó la isla y le gustaron sus gentes. Quería descansar tras su estancia parisina y quería escribir en su casa de El Terreno con vistas del mar. Así lo hizo. Pudo constatar que la vieja catedral gótica de Palma «es un gran relicario» y que la ciudad adquiere tonos dorados al atardecer. «A la visión azul de lo infinito, / al poniente magnífico y sangriento, / al rojo sol todo milagro y mito», leemos en uno de sus poemas de tintes homéricos.

Ese mar, el Mediterráneo, siempre al fondo como madre nutricia de la cultura que ha sido. Mare Nostrum, debía de repetir nuestro poeta rodeado de sus amigos de la isla, que no fueron pocos. El más destacado, quizá, su mecenas Juan Sureda Bimet y su esposa, la pintora Pilar Montaner, padres de quien sería el gran amigo de Jorge Luis Borges durante su estancia en Mallorca: el poeta Jacobo Sureda.

La otra gran amistad que tuvo Borges en Palma fue la de José Luis Moll –más conocido en Hollywood como Fortunio Bonanova–, el mejor secundario de la historia del cine según Guillermo Cabrera Infante; que actuó para John Ford, Otto Preminger, Billy Wilder y que muchos recordamos por su papel de histriónico profesor de canto en Ciudadano Kane. Moll, Sureda y Borges formaban una troika inseparable en aquella Palma de los años veinte, que ya no conoció Rubén porque se había marchado; aunque luego regresase en 1913, invitado por Sureda a su casa de Valldemossa. Pero este Rubén era ya otro hombre y otro poeta, hostigado por la maldición del alcohol.

Una divertida anécdota de aquella segunda visita a la isla nos la cuenta Emilia Sureda, otra de las hijas de Juan Sureda y Pilar Montaner. A Rubén le gustaba mucho beber, cuenta, y cada día se emborrachaba hasta el punto de que Pilar decidió rebajar un poco con agua el vino de la casa. No parece que esta decisión fuera muy del gusto del poeta nicaragüense, el cual no necesitó catar la copa para darse cuenta del engaño. Llamó a la criada y le pasó un libro. «Dígale a la señora, por favor, que lea este pasaje que le he marcado», le instó. El libro estaba en latín y era una biblia.

«Es el agua la que se convierte en vino y no el vino en agua. Eso dice el Evangelio»

El fragmento era del capítulo 2 del Evangelio según san Juan. Empieza así: «Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos». Faltaba vino y Jesús, urgido por su madre, hizo su primer milagro público al convertir el agua en vino. La moraleja estaba servida: es el agua la que se convierte en vino y no el vino en agua. Eso dice el Evangelio. Y eso dijo también Rubén.

Las anécdotas iluminan la historia, ya que convierten en biográfica –y por tanto en personal– cualquier abstracción. Este es el poder de los relatos: que calan en la vida de los hombres y los conducen adonde quieren. Rubén Darío amó una Mallorca que ya no existe más que en el recuerdo y fue uno de los primeros cantores de la isla. A su manera, aquí recreó el milagro de las bodas de Caná: no aguar la vida, sino celebrarla. Incluso cuando se nos gira en contra. Sobre todo entonces, en el peor de los momentos.


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